Antonio Lanza era solitario vocacional, creía en las personas pero no en las multitudes, por ello siempre iba a contracorriente y salía los miércoles mientras la mayoría se quedaba en sus casas. No es de extrañar que tuviera pocos amigos y quien lo conocía creyera que era un excéntrico.
Como cada miércoles Lanza recorrió todos los bares del barrio, sin esperanzas de encontrar nada en ellos que no fuera el rioja que le servían apenas asomaba por la puerta. Los camareros por las justas cruzaban con él unas palabras, todos ellos sabían que Lanza era parco en palabras y además no le interesaba el fútbol. Le cobraban el vino y se volvían hacia el Marca o la televisión, de vez en cuando hacían algún comentario que no sabía responder Lanza.
Lanza caminaba desaliñado hacia su casa después del peregrinaje etílico en la solitaria noche del miércoles. Las luces azules y parpadeantes de un furgón que se aproximaba por su espalda le hicieron salir de su ensimismamiento. Seguro que vienen a por mí, pensó, y desgraciadamente no se equivocaba.
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